agosto 01, 2008

Venite con Ropa Cómoda



Curso, taller, seminario o clase abierta: no importa, yo me anoto. En los últimos tres años pasé por fotografía, cocina macrobiótica, degustación de vinos, alemán, auriculoterapia, serigrafía, tarot egipcio, adiestramiento canino, percusión y kabbalah. Conocí mucha gente. Tanta que se me hacía imposible retener nombres. Sus rostros se me mezclaban y si, por ejemplo, me cruzaba con Jorge –el de karate- de traje por el microcentro, seguro que no lo reconocía. Esto también pasa con Superman y Clark Kent, no es nada nuevo.
Me fascina conocer gente y armar redes de personas. Los cursos son, probablemente, la mejor opción. Aunque no siempre los grupos que surgen resultan interesantes, sirven a la hora de generar contactos útiles para favores futuros. Renovar el pasaporte? Julio de Photoshop. Conseguir departamento? Mabel de Digitopuntura. Una receta de Valium? Nelly de grafología.
Abandoné esta concepción positiva de los cursos el día que me anoté en Yoga por indicación médica.
Dr:
“Tiene que bajar un poquito las revoluciones.”

Yo:
“Ansiolíticos a esta edad, le parece?”

Dr:
“Practicó alguna vez ‘I-o-g-a’?”

Lo más cerca del i-o-g-a que había estado era parada abajo de una foto de Indra Devi en un vagón de la línea A del subte.
Camino a casa, me compré una lata de té verde, unos sahumerios de jengibre, una colchonetita y me anoté en I-o-g-a.

Al día siguiente me puse el pantalón de modal (“…trae ropa cómoda” me habían dicho al inscribirme), la remera obvia con el símbolo del ying yang, y salí tempranísimo de casa para llegar a clase puntual. Entré en el salón, y una vez descalza pude caminar por el tatami. El profesor se presentó y a continuación me hizo un gesto raro. Comprendí que era una especie de saludo y traté, sin suerte, de imitarlo. Me dijo que en realidad era con la otra mano, que aún faltaban quince minutos para que comenzara la clase y que mientras él iba a buscar un batido proteico y no se qué pavadas más yo podía aprovechar para elongar. Desplegando mi colchonetita me di cuenta de lo inútil que resultaba el accesorio en ese lugar y lo ridícula que me vería poniéndolo sobre la gran colchoneta del salón. Quién necesitaba colchoneta teniendo un tatami traído probablemente de China, Korea o Taiwán? Era como hacer un sandwich relleno de pan, o ir a comer al Barrio Chino con una salsa de soja en la cartera. Decidí esconderla bajo mi bolso, pero me descubrió una vieja mala onda

Vieja:
“Esto no es un perchero querida. Los bolsos se dejan en el locker, y si no tenés locker en la recepción, pero si Aneko ve un ‘bulto’ ahi tirado...contaminando el ambiente...”

Yo:
“Buda no lo permita”

Aguantando las ganas de tirarle un container lleno de adoquines por la espalda y desearle que se rompa la cadera de tres a cuatro veces en lo que queda del año, voy a contaminar la recepción con mi bolso mugriento de trescientos ochenta y cuatro pesos en tres pagos.

Vuelvo al salón, ignoro a la vieja y me siento con las piernas estiradas hacia adelante. Trato de alcanzar con las manos la punta de los dedos de los pies, pero con suerte, torpeza y mucho esfuerzo llego a las rodillas.

Aburrida, junto las manos, entrelazo los dedos, y subo los brazos por encima de la cabeza, estirándome como un gato callejero sin modales. Entrecierro los ojos y bostezo abriendo monumentalmente la boca.
Vestido como un yudoka entra un morocho di-vi-no a todo músculo, fribroso, dorado, tallado a mano. Deja la casaca sobre un banco y camina en dirección a mí. Ralento la imagen para guardarla en el disco rígido de mi memoria. Es hora de devolver la mandíbula a su lugar y dejar de mirarlo fijamente, pero es como tratar de no mirarle el bozo a Romina, la cajera del supermercado que se decolora los bigotes: por más que me esfuerce, no hay caso, la vista se desvía involuntariamente.

Mr. Músculo:
“Nos conocemos?”

Yo:
“No, no, no. Eh…no, no creo”

Mr. Músculo:
“Juan Pablo”

Yo:
“Encantada”
(¿ENCANTADA?! ¿Qué tengo? ¿Sesenta?!)


Pasé toda la clase acomodándome el pelo, chequeando la hora, mirando de reojo, planeando hacerme pedicuría y belleza de pies para la próxima clase. Busqué excusas para hablarle, ensayé mentalmente lo que le iba a decir y creo que hasta me quedé dormida.

Y si ronqué? Por las dudas, cuando teminó la clase salí corriendo.

Recepcionista:
“El locker se cobra por adelantado con la cuota, la llave no tiene duplicado y si la perdés se te cobra un mes extra más los gastos del cerrajero”

Yo:
“Sí...gracias. Hasta el Jueves…Namasté.”

De lo que creí que era el más allá, escuché una voz:

“Chau, hasta el Jueves”

Sabiendo que era él, me di vuelta en cámara lenta soltándome el pelo. La fluidez de mis movimientos se vio interrumpida cuando en lugar de “mi” morocho, me encuentro con un muñeco sucio de la pantera rosa. Un disfrazado del tren de la alegría de Plaza Italia que se saca la cabeza-máscara sosteniéndola como una pelota de football, descubriendo su verdadera identidad: Mr. Músculo.
Ante tal amenaza me vi obligada a huir, anunciando que talvez muera soltera, pero eso sí: con glamour, doscientros treinta y siete cursos abandonados en mi haber y una agenda de lo más variada.


-Este texto fue publicado en la edición de Julio de 2008 de "El Planeta Urbano"-