febrero 15, 2009

Rock in Rio

Lo primero que hago cuando llego a Rio de Janeiro, no es ni cambiar dólares ni pedir un mapa sino ir desesperadamente al freeshop a comprar TicTac de Maracujá. Cuarenta y siete.
Saliendo del freeshop le pregunto a un policía “Eis aquiii a praaada deu Rial du Ipaneeeema?” Lo hago en mi excelsio portugués que consiste en hablarle al interlocutor como si éste tuviera 5 años y alguna insuficiencia mental, en un volumen más elevado que el normal en afectado castellano, alargando las vocales y haciendo con las manos todo tipo de gestos inútiles. El hombre asiente y en muestra de mi agradecimiento le digo: “obLigaaaaadO” (?!)
Irme de vacaciones es un placer y viajar sola es un lujo que compenso con estadías en hostels baratos.
En la habitación me reciben 3 centroamericanas que mi nacionalidad. Trato de descifrar el acento, pero todas suenan como Catherine Fulop asique me animo a preguntar. Nunca lo hubiera sacado: peruanas.
A los 20 minutos estabamos cenando, tomando caipirinha y jurando que esa noche no salíamos. Una hora después brindábamos en un pub inglés y luego en otro probablemente también Inglés (como si a las 5am, alguien con 4 gramos de alcohol por litro de sangre pudiera dar fe de la veracidad de este dato). Huimos antes de que nos echaran del nuevo antro. Eran casi las 7 de la mañana, el fin de mi primer día en Rio y el comienzo del fin de mi hígado.
Los días básicamente fueron noches. Las peruanas y yo nos duchábamos en el hostel, dormíamos en la playa, y brillábamos en los bares.
Bueno...ellas brillaban. Eran una mezcla de la cara de J.Lo con la de patoruzito en el cuerpo de Jessica Rabit con 5 kilos de más. Yo lo más parecido a Courtney Love que se vio en Brasil.
Después de la tercer noche decidí cambiar mi actitud. La tercer noche comenzó a ser una desgracia cuando al minuto 4 de haber llegado al boliche dos de las peruanas ya estaban enroscadas con unos lugareños.
Después de dos whiskys, varios intentos fallidos de mover el cuerpo al ritmo de esa música absurdamente alegre traté de quedar sorda pegando la cara al parlante, y de electrocutarme con el secador de manos del baño, pero fracasé. La peruana restante se acerca con una promesa: “Marina, no te voy a dejar a ti sola como ellas hicieron con nosotras”
Brindamos por eso, y cuando el eco de los cristales ya no se oyó, entró en cuadro un Australiano y la dejó amnésica.
Rodeada de parejas multiraciales, le hago una seña al bartender para que me sirva el tercer escocés...doble esta vez.
Miro para todos lados y me tiro en un sillón con la suficiente cara de looser como para que se me acercara el mozo a darme una fraternal palmadita en la espalda. Encaro hacia la puerta de salida.
Las peruanas se deseperan y me llaman a los gritos hasta converncerme de ir a no se donde. “No se donde” era el departamento de uno de sus galanes, y mientras las peruanas se la pasaban de fiesta internacional, la argentina -infiltrada en el grupo autoproclamado “las más lindas del mundo” – terminó tirada en el sillón de oferta comprado en un outlet de Falabella, frente a un mega-plasma, mirando perdida el dvd de un concierto de la versión carioca de Bob Marley, que el dueño de casa gentilmente había puesto imitando el comportamiento del adulto promedio que ante la imposibilidad de manejar a una criatura, sintoniza Cartoon Network para hipnotizarla con dibujos animados.
Horas después, cuando la insoportable música del menú de inicio del dvd se había convertido en mi peor pesadilla, abrí los ojos, entendí dónde estaba y me juré nunca más terminar en tan humillante situación. Al lograr despegar mi piel transpirada del cuero, me fui caminando, como una prostituta mal paga, por las calles de Leblon con el rimmel corrido, las sandalias en la mano, y la vergüenza en el alma.
Esa tarde, mientras las peruanas dormían sobre sus pareos y entre sueños se babeaban de placer, me prometí hacer vida de playa diurna a partir de ese instante. No pude zafar del cumpleaños de una de mis roomates esa noche, pero me quise convencer: “una caipirinha y desaparezco”.
La caipirinha se multiplicó por cinco, y creo que antes que yo desaparecieron las peruanas. Yo acodé y ahí quedé atornillada. A mi lado, un rubio con la mirada clavada en tres shots, un salero y algunas rodajas de limón. Apoyo el vaso sobre la barra y hago ruido suficiente como para dejarle claro al bartender que había terminado mi trago y necesitaba un refill. El rubio me mira sobresaltado y, desganado me invita un tequila en perfecto inglés. Nunca me gustó el tequila, pero como esa noche el rubio se parecía a Sting acepté e y me convertí en la versión barata de Amy Winehouse.
Después del cuarto shot, con un gajo de limón en la boca imitando a John Locke en la primer temporada de Lost, agarro a Sting de la mano y lo llevo a la pista. Al descubrir que un playmobil tiene más movilidad que mi partenaire, bajo la vista, y justo antes de que las baldosas del damero empiecen a colaborar con mi mareo, aparecen un par de botas tejanas. Horrorizada, busco un crucifijo, un racimo de ajos, un matafuegos, un revólver, algo! Esa imagen me lastima las corneas y barajo la posibilidad de salir corriendo. Enceguecida, entrecerrando los ojos levanto la cabeza, tiro de la manga de su camisa y lo arrastro –sin mirar al piso- hacia la puerta.
Media cuadra en zig zag y entramos a su hotel con estrellas donde el conserje me pide que complete una tarjeta con mis datos. Intentando hacer foco y que no me temblara el pulso, escribo: María Eva Duarte de Perón.
Al bajar del ascensor se me rompe un taco. Camino torpemente por los pasillos del hotel, tropezando y luchando contra la compostura de mi compañero que insistía en callarme y cuidar el sueño del resto de los huéspedes. Yo no podía parar de reir, como Luisa Albinoni y un grupo de extras en una escena de una película de Aries Cinematográfica con Olmedo y Porcel.
La balanza de la batalla interna que secretamente libraba contra las peruanas estaba inclinándose hacia mi lado.
Luego de un black out total abrí los ojos, y al ver unas botas tejanas tiradas en el piso lo supe: debía desaparecer.
Mi objetivo era llegar a tiempo para tomar el desayuno del hostel, pero el horario ya casi terminaba. Esta vez, con una sonrisa y lejos de la white trash que transitaba la mañana anterior las calles de Leblon, camino apurada las seis cuadras que separan el Hotel de Luxe de mi Hostel Low Budget: dos cuadras con el taco roto y las cuatro restantes descalza.
Con la voz ronca mezcla de Mostaza Merlo y Ze Pequenho encaro a una de las empleadas del comedor: “A café da mañáaa?”
Mirando el reloj, infla los cachetes y niega con la cabeza. Se ve que le doy un poco de lástima y me alcanza una figaza de pan blanco. “Tein Queijoooo???” pregunto amablemente, pero ella vuelve a negar con la cabeza y me saca la figaza de la mano.
En la habitación, las peruanas me reciben con aplausos, silbidos y modismos peruanos: “Chévere Marina, te la has pasado bien rico anoche eh”/ “Estuvo mostro, no?”
Apuro mi exagerado y algo mentiroso relato cuando de repente me ataca la imagen de mi campera colgada sobre el respaldo de una silla en la habitacion de Sting. “La camperaaaa!”. Una de las chicas se ofrece a acompañarme para recuperarla, no fuera cosa que el falso Sting la vendiera en un flea market al volver a Escocia!
Me dirijo al conserje con seguridad: “Bon dia. Anoche stuve aqui con amigo mio, uno huesped, mais no ricordo il numero de la habitaçaun…”
El conserje interrumpe en perfecto castellano: “Cuál es el nombre?”
Yo: (...Sting?) el nombre...el nombre es…bueno, mhh...es rubio, como así de alto...y es…escocés,.
Conserje: Mr. Morgan?
Yo: ESE! Mr. Morgan!
Resultó que Mr. Morgan se había ido. El conserje me ofreció que volviera a la noche que él personalmente le iba a dar el mensaje para que dejara la campera en recepción.
El conserje cumplió con su palabra, y yo si bien no pude recuperar la dignidad ni la vergüenza, adivinen qué llevo puesto?!